Todos los desórdenes interiores que podamos concebir son especies de dos grandes géneros de perturbaciones: la avidez y la aversión.
La avidez se da cuando perseguimos algo cuya consecución no depende, en último caso, de nosotros y, sin embargo, ciframos en ello nuestro bien. Así, por ejemplo, cuando perseguimos el reconocimiento o el amor de alguien, o un puesto de trabajo, o una beca. Por supuesto que sería preferible obtener aquello que deseamos, pero no tenemos por qué sujetar nuestro bienestar a esto. Al hacerlo, nos volvemos dependientes de algo externo y entramos en el círculo de la avidez: primero nos debatimos entre el desvelo de obtener el bien ansiado y el temor de no obtenerlo (¿Me quiere? ¿Le importo? ¿Me darán el trabajo? ¿Obtendré la beca?). Si no lo conseguimos, nos sentimos frustrados (¡Con todo lo que hice por ella! ¡Cuántos empeños en balde por este trabajo!); si lo conseguimos, nos da miedo perderlo y si lo perdemos, nos entristecemos. En ninguna etapa de este ciclo hay paz interior.