
Sí, es un asunto duro considerar la propia muerte y, más aún, la muerte de las personas que amamos. Pero tú observas algo interesante: al hacerlo, eventualmente las cosas se ven más sencillas. En cierto modo se aligeran, o acaso recuperan la cuota de asombro que el darlas por hechas nos ha quitado. Es muy natural que, cuando uno comienza a meditar con cierta seriedad sobre la muerte, al principio haya melancolía o angustia. Esta meditación quiere ir más allá de la melancolía. Se tata de atravesar ese primer sentimiento, de persistir. ¿Qué hay más allá? Eventualmente sobreviene un enorme alivio, un deslumbramiento, un sentimiento de gratitud por cada instante.
Intenta no abandonar esta práctica, que, por supuesto, tiene sus matices. Se puede pensar en términos definitivos (“qué tal si hoy muero”) o en términos más matizados (“éste es el último 18 de septiembre de 2019 que viviré”). A menudo, cuando siento que mi mente se embota, un modo de salir de ahí es considerar que eso que se me está presentando no lo viviré ya jamás, y muchas veces, el solo pensamiento sobre el escurrirse del tiempo basta para regresarme a un estado un poco más despierto. Ser conscientes de nuestra mortalidad debería forjar ese estado de “poros abiertos”.
Muchas gracias por compartir, Linda.