
Se siente un tiempo invernal, de recogimiento y cierta nostalgia contemplativa que me recuerda a la etérea tristeza de los japoneses; a Kawabata, por ejemplo, y la nieve y los carámbanos.
Pero en ese recogimiento aparece una constatación importante, que no vale sólo para ti, o para ti en invierno, sino para cualquier persona en cualquier estación del año: no controlamos los humores del viento (lo que los antiguos llamarían la Fortuna, así, con mayúsculas), pero sí el timón de nuestro vehículo. Una de las bases del estoicismo es precisamente ésa: no puedo tener control último sobre nada, salvo sobre mi propia mente (mi albedrío), si es que efectivamente tomo el timón o las riendas de mis estados mentales y aprendo a conducirlos. (Borges preguntaría: ¿quién conduce a aquella que conduce el timón?).
¿Para qué conducir? Entre otras cosas para poner un acento, corregir una coma: reparar el mundo. Porque no se trata de escribir el mejor francés, sino de escribir, pensar sentir, obrar, amar lo que mejor que uno/a puede y eso es reparar el mundo, repararse (volver a pararse). ¿No es esto dulce, así soplen vientos hostiles?
Tu texto tiene esa delicada continuidad, como de un bordado muy delgadito que dibuja figuras entre silencios y nieblas. Tengo la impresión de un despuntar, del anuncio de una aurora después de tiempos oscuros.
Precioso texto, Ale. (Escribo esto desde Kyoto. Quizá por eso lo siento tan japonés).