
Es interesante observar cómo en este texto se despliegan otras formas, otras posibilidades, como si tú mismo fueses esa hoja de plátano que se ha desenvuelto. El lenguaje es más rico, más sensual, hay metáforas, algunas imágenes son muy buenas y definitivamente vívidas. Sin conocer yo tu jardín, pude imaginarlo, casi diría, respirarlo, pude imaginarte a ti, en las primeras horas del día, la paz, el sentimiento de gracia (preciosamente expresado como “regalo tan elemental”), la gratitud, la belleza. Esta última, “belleza”, es una palabra que se repite y que de alguna manera embellece este texto, tan verde, tan vivo, con olor a savia. Creo que aquí hay un hallazgo o, en todo caso, una confirmación, que es el profundo valor de detenerse y contemplar. Porque la belleza sólo se muestra a aquel que se detiene y contempla, que es lo que has hecho. Se nota, claro, que tienes conocimientos botánicos (algo, supongo, muy alemán) y que disfrutas desde siempre de la naturaleza, pero aquí la palabra escrita lo transmite muy bien también.
Y hay algo más: la belleza que se deja ver, incluso cuando hay intervenciones humorísticas (como la de la falda hawaiana), no se ve perturbada por un “yo”. Es un poco lo que sucede con los haikus japoneses, esos poemas breves, de tres versos en métrica 5-7-5, donde el poeta se detiene y contempla, y capta en la modestia de un instante, aparentemente ordinario, un eco de la eternidad. Como en este haiku clásico de Matsuo Bashó:
Un viejo estanque.
Se zambulle una rana.
El sonido del agua.
Allí el “yo” del poeta no interfiere. No hay menciones explícitas a lo que siente o piensa, un haiku siempre es muy objetivo, pero en esa descripción tan objetiva está fundida la sensibilidad del poeta. Algo así, me parece, sucede en los mejores momentos de tu texto.
Que este espacio de contemplación y sentimiento de gracia permanezca.