
Algo que me resulta especialmente interesante de tu texto es el juego de los elementos (fuego, agua, tierra aire) y sus procesos, como si tú misma te percibieras en medio de esas transformaciones elementales de las que habló Empédocles. En el primero hay agua, pero es un agua clara, permite, por lo tanto, ver claro y eso, en sí mismo, ya es iluminador (es la iluminación, según el budismo temprano). En el segundo, el agua se mezcla con el fuego, se reseca, quema (como queman las dudas, la insatisfacción), se vuelve asfixiante. El tercero no menciona de manera directa un elemento, sí un metal (sería uno de los “elementos”, o más bien, procesos elementales, en la teoría de los cinco elementos taoístas), pero la cualidad del peso, de ese peso que exige una suprema fuerza de voluntad para ser movido, suena a un exceso de tierra, a estar como enterrada por un peso, que a fin de cuentas no es otro que el de los pensamientos: pensamientos pesarosos, ¿metálicos?, que deben ser forjados, como el hierro, para ser vencidos. El cuarto pone en juego el aire, la espaciosidad, la cualidad que permite a las cosas manifestarse, y también a las criaturas propias de ese medio: las aves.
Aparte de esto, el pasaje que encuentro más sugerente (no porque lo demás no lo sea, sino porque es menos críptico que los otros para un lector externo), es el que habla, en el tercer día, sobre esa transición entre dos modos de percibir: el modo embotado, velado, y el modo, por así decir, develado (o revelado). Es interesante la consciencia que tienes sobre el modo como opera esa transición: no se debe a un movimiento externo, sino interno. El paisaje objetivo, en principio, es el mismo, pero todo se ve de otra manera. Los escritores de haikus, aquellos poemas breves de métrica 5-7-5, distinguían cuatro estados de ánimo particulares a la hora de escribir un haiku. No recuerdo bien los nombres, pero me llamó siempre la atención uno en particular, que es muy similar a lo que tú observas; describe la transición entre la melancolía propia de algo que se ha terminado y la captación de su impermanencia. Es un poco lo que sucede cuando un duelo acaba: el lamento por lo que fue se transforma en la gratitud por el simple hecho de que haya sido. Esas bisagras de la mente, esos cambios sutiles, repentinos, y sin embargo claros, enseñan mucho, especialmente si podemos recordar su posibilidad: quizá todo abismo puede convertirse en una provocación, o en un claro, un espacio de posibilidades.