
Me parece ver una constante en el mundo que traes a través de tu ventana, un juego recurrente entre claridad y opacidad. La mancha es descrita como algo capaz de “opacar la realidad”; la noche es algo que dificulta la visibilidad y por eso juzgas mejor observar el exterior la luz del día; el juego entre las nubes y el sol es descrito como una especie de batalla, donde hay esfuerzos y ganancias, precisamente entre las veladuras de la nubes y la claridad del sol. La claridad en tu texto aparece como algo bastante más valorado que la opacidad.
¿Existe una claridad total, libre de velos? ¿Es que todo conocimiento puede aspirar a ser perfectamente claro? ¿O hay ámbitos del conocimiento que son, por definición, opacos, velados, ámbito donde siempre hay un importante margen de incertidumbre? Yo diría que no sabemos gran cosa y que nuestro conocimiento es en general bastante opaco, bastante velado, porque hay un fondo de incertidumbre prácticamente en todo. ¿Quién hubiera imaginado lo que estamos viviendo con esto del Covid? ¿Qué certeza tenemos de que mañana abriremos los ojos?
Algo que he aprendido de un hombre sabio y maravilloso es que en las cosas más fundamentales media siempre una especie de nube o niebla y que hay una sabiduría importante en poder asumir esa niebla básica y en saber moverse a través de ella. Un místico inglés del siglo XIV, cuyo nombre se desconoce, le llamó a esto “la nube del no saber”. Qué importante saber que no sabemos, asumir plenamente que no sabemos. Ésa fue la gran enseñanza de Sócrates.
Por supuesto, el ideal de la claridad es digno de ser perseguido, pero sin restarle valor a esa opacidad constitutiva de la vida, que es en el fondo la que la vuelve imprevisible, emocionante, asombrosa.