
Qué ventana tan rica, tan llena de experiencias en tantos niveles: la ventana del estruendo que pide ser cerrada y la ventana de los sonidos y las figuras que se agradecen; la ventana que espera por el color del cielo; la ventana por donde desfila ese misterio, las personas, y quizá la ventana de la compasión, porque esa experiencia que refieres al final, con gran precisión descriptiva, atestiguar el llanto de un desconocido, es quizá una de las experiencias más fundamentales que podemos tener. No mi llanto, no el llanto de alguien que conozco, cuyo dolor me alcanza, sino el de un completo desconocido, cuyo dolor quizá también me alcanza. ¿No es esto lo que nos hermana, el hecho de ser tan frágiles, tan vulnerables, o, como lo pone el budismo entres su verdades esenciales (las llamadas Nobles Verdades), el hecho de que existir implique un cierto malestar de fondo que llama a ser trascendido? Siempre me ha impactado la experiencia de encontrarme ante un desconocido que llora, no importa quien sea, no importa si es hombre o mujer, niño/a, adolescente, adulto/a o viejo/a, el llanto vuelve irrelevante cualquier condición que podría, eventualmente, «alejarme» de esa persona por no ser yo como ella, revelándome que, por debajo de todo condicionamiento (nacionalidad, sexo o género, edad, etnia, profesión, ideología), esa persona y yo somos iguales.
¿Y no es la vida como esa ventana tuya, una profusión de experiencias, unas agradables, otras desagradables, unas que dan ganas de quedarse ahí, otras que dan ganas de alejarse de inmediato?
Bravo, me encantó tu texto. (La metáfora de los insectos rindiendo culto al foco es buenísima).