
Qué interesante todo lo que te prodigó este pequeño experimento, José: desde darte cuenta de tu ansiedad al comer, hasta recordar, a través de ese gran atajo al pasado que es el olfato, los encuentros que la cuarentena cancela, pero sobre todo, y creo que es lo más significativo, en todo caso sobre lo que tú más insistes, esa experiencia de presencia que no se limita ni a la presencia de la uva ni a tu propia presencia ante ella, sino que comprende algo más, algo que unifica, trasciende y abarca la experiencia. Es maravilloso como una acción tan pequeña y básica, como comer, puede transformarse en algo cósmico.
Tus líneas me hicieron recordar una escena que escribí y que forman parte de una novela, ya casi en prensa. El personaje (de nombre Popoff, es ruso) está en su casa, amanece después de largas horas de sueño y, mientras desayuna, percibe el mundo de una manera hasta entonces desconocida para él. Me tomo la libertad de transcribirte unas pocas líneas de ese pasaje, porque guardan cierta similitud con lo que tú has referido.
«El desayuno es frugal y rutinario, la misma marca de café y el mismo pan de molde, la misma mermelada, hasta el mismo tipo de manzana, pero cada sorbo de café sabe a granos recién tostados, el pan cruje y se esponja, la mermelada se escurre silvestre y en cada trozo de manzana parece concentrarse la suma de todas las manzanas. Popoff mastica dando largas inspiraciones, cierra los ojos, exclama, traga, murmura; por momentos se toma la cabeza con las manos. Nunca antes ha sentido como ahora la alquimia del bocado en la boca. Por un instante adivina en la ternura de la materia el misterio del amor en su forma más elemental: alimentar al otro. Lo sabe como el pan sabe a harina y la harina a trigo, como el trigo sabe a sol y a tierra, a viento y a lluvia, a manos y a molinos, como si la larga cadena del ser lo nutriera a través de un cordón infinito: comer es ser amado».