
Aquí sí estás tú, mucho más presente, más atenta y despierta, y eso se percibe con claridad. Aquí no hay miedo, porque en la atención, cuando se está despierto/a, el miedo no tiene lugar. Entonces surge el mundo, con todos sus matices.
Algo que aparece muy enfatizado son las dualidades: la oscuridad y la luz, la vida y la muerte, la identidad (o igualdad) y el cambio. A veces la luz impide ver y hace falta oscurecer. ¿Qué dice esto sobre nuestra vida? ¿No sucede precisamente que a veces, por estar tan ocupados en lo diurno, lo productivo, la acción, no vemos lo nocturno, lo inconsciente, lo que tiene que ver con el ser, más que con el hacer? Quizá los días grises son una ocasión para esto, porque en ellos tampoco hay una luz restallante, sino tenue.
Lo mismo con la vida y la muerte: nacer es ya morir, y morir es renacer. Este día que estamos viviendo, está muriendo, nunca más regresará y no quedará de él nada. Lo mismo con este preciso instante. Pero gracias a que muere, es posible el instante nuevo que ya está surgiendo; gracias a que muere el día en la noche, renace al cabo, de la noche, el día que sigue. No hay luz sin oscuridad ni oscuridad sin luz. No hay vida sin muerte ni muerte sin vida. El interjuego de estas polaridades teje los cambios. Estrictamente hablando, no es sólo que tus emociones, sentimientos, actitud y demás han cambiado, es que la luz que entra por tu ventana no es exactamente igual, ni la fina capa de polvo que se ha acumulado desde la última vez que viste la mesa, ni tu cuerpo es el mismo, millones de células se han regenerado. ¿Qué permanece? ¿Dónde está la identidad última? Y volviendo a temas de tu texto anterior, ¿qué sería, entonces, el yo, si todo está cambiando todo el tiempo?