
Hay un espectro que planea sobre los cinco días, con todas sus variaciones y modulaciones vocales, y es el espectro del juez, un juez severo, inflexible y, por lo mismo, posiblemente injusto. El juez dice: no eres lo bastante, los demás son mejores. A veces dice que eres más que aquel otro, como una especie de premio consuelo, y cuando saboreas el bálsamo de esa presunta superioridad que podría compensar tanta dureza, siquiera por un momento, el juez se retracta y dispara otra vez: ¡no, no eres mejor! Luego el juez decreta que hay en ti egoísmo, desagrado, y aparece otra voz, no la del juez, una voz que quisiera rebelarse, pero se ovilla y se conmisera de sí y el juez permanece ileso. Entonces, naturalmente harto de sentirte juzgado, aparece la cólera.
Tu trabajo es muy valioso, Diego, no sólo está muy bien escrito, es además cuidadoso, honesto, valiente. La trampa que alcanzo a ver es una especie de círculo tal que, todo intento por salir de él, sólo te regresa. Creo haber estado ahí, si es que interpreto bien lo que dices. Intenté yo mismo escribirlo, en una novela que eventualmente publicaré en unos meses. El pasaje dice:
“Había luchado contra su propia irritación, perdiendo la batalla una y otra vez, hasta que ya sólo le quedó irritarse de su propia irritación. Así anduvo durante años, resignado a estar bajo el yugo de esos afectos retorcidos: enojarse por estar enojado, entristecerse de estar triste, estar cansado de estar cansado. Había extraviado los orígenes de su malestar y no sabía ya por qué estaba así. Parecía imposible salirse de esos sentimientos, en los que no aparecían ya nada o nadie a quien echarle la culpa, salvo a sí mismo. Se odiaba. Y odiaba odiarse”.
Yo le llamaba a esto, para mí, “afectos de segundo grado” (odiar odiarse) y me costó darme cuenta de que ahí no había salida. Juzgar al juez que te juzga no parece ser una solución al asunto. ¿De dónde viene esa severidad inflexible? ¿Quién te juzgo tan duramente? Quizá lo mejor es hacer una especie de dieta y simplemente no luchar con esos juicios, no buscar refutarlos, mucho menos asentir a ellos. Sólo observarlos, precisamente sin darles crédito. Como si te pusieran un platillo enfrente y decidieras no tomarlo.