
Hay un contrapunto muy visible en tu texto y tengo la impresión de que, de una manera u otra, todos los párrafos son variaciones de este contrapunto. De un lado, la vida pesarosa del mundo adulto, sus rutinas, urgencias, prisas, hormigueos, su eventual sinsentido, sus fatigas, sus complicaciones absurdas; de otro, el mundo infantil, libre de pesares y fatigas, totalmente absorto, sin la menor sustracción hacia algún más allá donde aguardan asuntos estresantes o temibles, un mundo que se justifica por sí mismo, en su propio juego, donde impera el entusiasmo y no hay noción de esfuerzo o sacrificio. Esto lo escribe, por supuesto, un adulto, un hombre nostálgico de su infancia y niñez y da la impresión de un cierto desasosiego, pero al mismo tiempo el texto culmina con una declaración importante, casi un voto: la luz que radiaba en la infancia y que ahora ha palidecido, no morirá. ¿Se trata, entonces, de volver a ser niños? Por supuesto que no, además de que esto es, por principio, imposible. ¿Entonces?
La niebla todo alrededor, la incapacidad de ver lo que hay más allá del mundo inmediato caracteriza a los niños, quizá también a los animales. Los adultos ya no podemos cobijarnos bajo esa bruma. Pero podemos elevarnos más allá de nuestra pequeña escala y alcanzar los vastos espacios siderales, donde todo es sereno y simple. Los estoicos le llamaban “elevarse a una escala cósmica”. De niños lo presentimos, de adultos lo olvidamos; algunos caminos, eventualmente, nos conducen hacia allí.
En el budismo zen es célebre esta imagen, que parafraseo con relativa exactitud:
En el comienzo, las montañas eran montañas, y los ríos, ríos [niñez].
Luego, las montañas dejaron de ser montañas, y los ríos dejaron de ser ríos [adultez / sufrimiento, samsara].
Al final, las montañas volvieron a ser montañas, y los ríos, ríos [iluminación/comprensión].
¡Que ese ventanal se ensanche ilimitadamente, Diego!