
Hola, Diego.
Disculpa que esta vez me haya tardado un poco más en responder, estuve lejos de la computadora desde el domingo.
La inocencia, la capacidad de asombro, la disposición abierta, curiosa, inquisitiva, la posibilidad de jugar, no se pierden, no pueden perderse, sólo se olvidan o se ocultan debajo de todo eso otro que mencionaste en el texto, las urgencias, las prisas, las rutinas pesarosas, y este olvido, ocultamiento o incluso desdén se dan porque dejamos de considerar valiosas estas disposiciones y las tenemos por asuntos secundarios, menores, “ociosos”, cosa de niños, mientras que lo otro cobra a nuestros ojos una importancia que alcanza el carácter de necesidad y hasta de urgencia, lo que no es más que una pobre ilusión, aunque una fuertemente animada por el mundo en el que vivimos.
Es cierto que la vida adulta trae ciertas exigencias que pueden, eventualmente, resultar fatigosas, pero ninguna de esas exigencias obliga a renunciar a las cosas que nos nutren en un sentido profundo y que son, precisamente, las que experimentamos con total naturalidad, sin esfuerzo, siendo niños (si las condiciones de nuestra niñez son favorables, claro). Esto es lo natural; no lo es fatigarnos y hacernos desgraciados. La meditación busca, sobre todo, recuperar esta capacidad de observación abierta, atenta, curiosa, pero es sólo un recurso, bien que uno decisivo; sin embargo, es fundamental darle a esta “mente natural”, como se dice en el budismo zen, el valor que tiene y vivir de acuerdo con eso. Esto no tiene nada que ver con regresar a la infancia o volverse pueril, porque las montañas y los ríos que vuelven a verse con total claridad ya no son los de la infancia: son los de la sabiduría.