
Interesantemente, el último día abarca a todos los anteriores, abarca la totalidad del ejercicio y de la vida a través de esa lúcida conclusión relativa a esas como muñecas rusas de ventanas dentro de ventanas dentro de ventanas. ¿Qué hay cuando remueves todas las ventanas? ¿Qué clase de percepción resultaría? Y sobre todo, ¿quién estaría percibiendo? El zen te quiere llevar justo ahí (el budismo en general, pero el zen de manera quizás más directa).
También en el segundo día hay un vislumbre importante, un recordatorio de esos que deberíamos llevar con nosotros muy a flor de piel: aun en la más profunda obscuridad hay una llama ardiendo; discreta, quizá, pero inextinguible. ¿Qué tan a mano tienes ese refugio? Siempre me ha llamado la atención la expresión “al amor de una vela”. ¿Por qué esa luz se denomina amor? El amor como luz y calor, como claridad y calidez. ¿Cómo encontrar ese reducto inexpugnable? ¿Cómo ser -al decir de Krishnamurti- “una luz para sí mismo”? ¡Importante cuestión!
Interesante lo del día tercero. ¿Es lo vivo y lo muerto lo que se distinguen o es lo natural de lo manufacturado? ¿No hay algo vivo en el filamento de una lámpara? ¿Y en la cal y la piedra que constituyen el cemento, siquiera en las personas que alguna vez lo trabajaron? Pienso en aquella antigua frase, creo que de Tales de Mileto: “Todo está lleno de dioses”.