
Hay aquí varias inquietudes. De un lado, si existe algo así como un espectro menos espectral, más fundamental o último que los demás y si éste, en caso de existir, podría aspirar a convertirse en eso que suele llamarse alma; de otro lado, aparece la constatación de que la vida de los espectros es tan poderosa que secuestra tu atención, a tal punto que no puedes evocar con precisión dónde estaba tu mente en cierto lapso de tiempo.
¿Qué sería el alma? La quintaesencia de cada quien, el núcleo duro, la jorgidad de Jorge. ¿Y qué es eso? ¿Dónde está? Por definición, el alma debiera ser aquello que permanece inalterable a lo largo de los múltiples cambios que experimentamos, lo que la metafísica solía llamar la substancia por oposición a los accidentes. Pero de nuevo, ¿dónde está esa substancia, qué es? Estas preguntas fundamentales fueron abordadas durante siglos y respondidas negativamente -es decir, argumentando que el alma es una ilusión-, tanto por el budismo como por David Hume (s. XVII) en Occidente. No puedo entrar aquí en la argumentación como tal, que es summente interesante, pero, si es el caso que no existe ningún núcleo duro, si somos más bien como el río de Heráclito, una forma en incesante cambio, con una continuidad funcional, pero sin identidad, resulta que el mayor de los espectros es precisamente la idea de un alma, de una identidad personal en sentido fuerte, de un núcleo duro que nos constituye. El Buda histórico, Siddharta Gautama, atribuía a esta ilusión el origen de todo sufrimiento, siendo el alma lo que solemos llamar “ego”. Toda perturbación se origina en el ego, en la idea de un yo sólido que está siendo atacado, amenazado, que debe cumplir ciertas expectativas, etc. De ahí todas esas expresiones: ¿Cómo es que a mí…? ¡Alguien como yo…! Etc. Tal vez esto contribuya en parte a responder a tus inquietudes.
Pero entonces, si uno no es sus espectros, ¿quién es? ¿Cuál es nuestra verdadera naturaleza?
¿Somos únicamente la ola o también el océano?