
Lo que observo en este texto, pulcramente escrito y con indudable aliento literario, es una cierta misantropía que se basa, al menos en este escrito, en inferencias contingentes. Quiero decir con esto que las inferencias desembocan en la conclusión de que hay madres infelices que por eso tienen perros, personas que sólo son capaces de hacer cosas triviales, parejas que se aburren, adultos que compensan sus miserias y me pregunto de dónde surgen estas inferencias y por qué toman el camino que toman. Que la humanidad ha hecho un triste papel hasta la fecha, que, como dice aquel tango, “el mundo fue y será una porquería, ya lo sé” (Cambalache), es cierto, pero si en nuestra percepción de las cosas todo lo que alcanzamos a ver de lo humano conduce ineluctablemente a conclusiones tan desangeladas, más allá de lo que pase o no con estas personas, somos nosotros los que nos vemos afectados de manera negativa, porque sólo son inferencias e, incluso si fueran acertadas, si en efecto fueran parejas aburridas, madres insaciables, lo que sea, la perspectiva que alcanzo a sentir aquí es la de un cierto desdén, cuando también sería posible la compasión. Y esto último tiene la inmensa ventaja, no sólo de hacer brotar un estado afectivo de calidad muy superior al que surge cuando hay creencias o juicios despectivos, sino que nos ubica un nivel de mucha mayor humildad, pues en la compasión comprendemos el dolor de los otros, no estamos por encima, no nos creemos mejores. Con esto no estoy afirmando que tú te creas mejor o no, sino que el desdén produce eso y que me parece percibir en estas líneas una posición más cercana al desdén que a la compasión. Claro, por qué ser compasivos, por qué no permitirse desdeñar habiendo en el mundo tanta estupidez. A eso he intentado responder someramente.