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Gabriel Schutz.
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junio 7, 2020 a las 10:03 pm #13292
María Belén Rodríguez González
ParticipanteAdoré a mi abuela materna y ella a mí. Se llamaba Esthela, Doña Esthela como la conocían en el barrio, mi abuelo tenía una panadería y ella salía cada mañana con sus costales de virote a entregarlo en las tiendas cercanas, la recuerdo siempre igual, vestía una bata floreada, encima un mandil, medias gruesas hasta las rodillas, zapatos tipo mocasín, el cabello amarrado con una cinta de zapatos en la nuca, y ni un solo afeite o adorno, nunca la vi mirarse en el espejo ni dedicar ningún esfuerzo a su arreglo o bienestar personal.
Casi no reía, tenía aquel gesto de malestar eterno, trabajando siempre de sol a sol, incansable, haciendo algo en la cocina, lavando loza, ropa, regando plantas, alimentando a sus pájaros. Me convertí en su ayudante a los nueve años, mi madre me mando a ayudarle, pasábamos las mañanas juntas, limpiando, acarreando víveres…cocinando, estando sola conmigo sí platicaba, sí reía, me contaba de cuando era feliz en la casa de sus abuelos, cuando ella era niña, y no faltaba nada, le brillaban los ojos cuando me contaba cómo iba a la bodega a traer harina, piloncillo, frijol, de aquellos costales, -nunca andábamos con pobreza- me decía con una infinita tristeza, -pero todo se acabó, mi papá se gastó todo lo que le dejaron en el juego, y luego yo me casé, para puro trabajar y tener hijos… y ya vez tu abuelo, tan tacaño, ni que se fuera a llevar el dinero, cuando se muera- Decía odiar a mi abuelo, y a pesar de eso vivía dedicada a atenderlo, siempre con aquel gesto de malestar, pero siempre a su lado, siempre atenta a sus necesidades, que nada le faltara, -corre por las tortillas porque ya va a despertar tu abuelo, ese chile muélelo más porque a tu abuelo no le gusta entero.-
Sin embargo el día que mi abuelo murió, ella no fue a su funeral, y nunca más quiso volver a cocinar para nadie, se dejó caer en una silla, ya no se levantó sola de ahí, la tenían que ayudar a moverse, a comer, a asearse, nunca más quiso estar un minuto sola, había que turnarse para que nunca estuviera sola. Le daba terror el silencio. Pedía pastillas a toda hora, se quejaba de dolores que nunca se apaciguaron hasta que un día se dejó morir.
Yo aprendí de ella todos los secretos de la cocina, la panadería, el funcionamiento de una casa; aprendí a hacer todo rápido, preciso, perfecto, ella regañaba a todo el mundo, gritaba, quebraba jarros, cazuelas, ; pero a mí nunca me regañó, porque yo aprendí pronto su lenguaje, solo bastaba con que me mirara, para saber que quería, y lo hacía rápido y perfecto para ella. Trabajé con ella hasta los 15 años, y después la visitaba cada semana, conmigo se sentaba y platicaba, reía, con los demás solo se quejaba, y renegaba. –eres la chiqueda de tu abuela, solo contigo se ríe- decían todos.
A los quince años, me juré no ser como mi abuela, ni tampoco como mi madre, y como sus 9 hermanas, me prometí romper ese patrón de sumisión, de abandono de sí mismas. Eso me valió que mi abuelo me repudiara y dejara de hablar por haberme divorciado, aunque mi abuela, cuando se lo dije, me miró tan contenta y me dijo, -que bueno que tú no te aguantaste-
Murió de tristeza, se dejó morir, los médicos dijeron que todos sus órganos y sistemas funcionaban bien, pero ya no tuvo motivos para vivir, después de que mi abuelo murió, a pesar de que parecía que lo odiaba. Me costó trabajo entender eso, que ella no hubiera podido liberarse nunca de su yugo, que cargará siempre con esa eterna tristeza, ese apego a un hombre con el que no era feliz, y sin embargo convirtió en el motor de su vida.
Su muerte me transformó, me confrontó conmigo misma, con mis propias conductas, con mi aferramiento a mi propia tristeza, a mi miedo a mí misma, a la soledad, a mi propia vida dedicada a servir a los otros a pesar de mí misma. Me dí cuenta como de algún modo reproducía algunos de los patrones de mi abuela, por ejemplo, el hacer cosas por los otros, para los otros, y luego victimizarme, vivir enojada, agobiada, cargándome de trabajo y responsabilidades; esa tendencia a la infelicidad, ese estado de tristeza, de angustia eterna, el terror a estar sola, etc.
El día que murió, en su ataúd la miré como un espejo, me pregunté qué quiero tomar de este linaje, que no quiero tomar y decidí honrarla siendo feliz, rescatar esa risa y felicidad que ella solo me otorgaba a mí, decidí tomar su fuerza y las capacidades que de ella aprendí para construirme independiente, a dar lo que ella daba pero desde el amor y no desde la obligación, no ha sido sencillo, el espectro de su tristeza, los patrones, etc, me rondan, y a veces me asustan; pero siempre me quedó con esa imagen de aquella sonrisa reservada para mí, porque creo que de alguna manera me corresponde entregar al mundo esa alegría y el amor que ella no supo cómo dar a los demás.junio 9, 2020 a las 10:47 am #13309Gabriel Schutz
SuperadministradorEstá claro que llevas ya un largo proceso de elaboración en relación a tu abuela, a su vida, a su muerte, a su relación contigo y a la herencia moral que te legó. Este ejercicio viene quizá a compendiar ese proceso.
Hay frases de enorme lucidez: «desde el amor y no desde la obligación», «me corresponde entregar al mundo esa alegría y el amor que ella no supo cómo dar a los demás». Nuestros ancestros nos dejan tareas inconclusas que debemos llevar a término o, cuando menos, desarrollar, por nosotros mismos, por los que siguen y quizá también por ellos. Por lo que deja ver tu texto, tienes perfecta claridad sobre esto.
Quizá lo más enigmático de tu abuela, tal como la describes, es «ese apego a un hombre con el que no era feliz, y sin embargo convirtió en el motor de su vida». Está claro que era, de algún modo, el motor de su vida, porque, una vez muerto él, ella empezó a dejarse morir, y está claro también que no era feliz con él, porque hacía las cosas por obligación y no por amor, como muy bien señalas, y como ella misma declara al felicitarte por tu divorcio, dando a entender que un matrimonio infeliz consiste en aguantar.
Dicen que los convictos que llevan mucho tiempo en prisión, cuando ganan su libertad, llegan a estar al principio tan desconcertados que hasta extrañan su celda. No porque la celda fuera buena, sino porque era donde sabían vivir. Quizá tu abuela sólo supo vivir en la celda que era su matrimonio, y tú representabas esa bocanada de aire fresco, libre, un afuera que ella no supo construirse y que, tácitamente, delegó en ti, para que tú utilizaras todas esas herramientas maravillosas que ella te enseñó, ese sentido práctico pulcro y riguroso, de manera libre, es decir, amorosa, como tú misma has señalado con tanta claridad. Es una historia hermosa y una responsabilidad no menos hermosa.
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