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Gabriel Schutz.
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abril 20, 2020 a las 8:04 pm #12530
Lorena Carrillo
ParticipanteDía 1: Los rizos tornasol bajo la superficie del lago transparente iluminaron mi día, mi pecho, mi cara.
Día 2: Dolor, ola de fuego en el pecho. Ráfaga de insatisfacción, de duda. Rabia seca, ahogada en el río al que intento ganarle la carrera cada mañana.
Día 3: Cuando salgo de los baches difíciles algo cambia repentinamente en mí. No es la cantidad de sol que caiga sobre mi rostro. No hay una influencia externa. Sigo Encerrada. Él está lejos.
Hay un peso dentro de mí que se traslada. Un desplazamiento. El velo se lenvanta y momentánemente ya no estoy frente a un abismo, sino frente a una provocación.Día 4: Cada extremidad pesaba lo que un gran bloque de hierro. Finalmente, después de un extenso alegato interior, me convencí de salir de la cama augurando un día complicado…
No lo esperaba, pero el cielo se mostraba distinto -estos días suelo poner particular atención en el cielo y la luz- no era un celeste impecable como lo fue ayer, sino un blanco algodonado a través del cual alcanzaba a vislumbrar las montañas de nieve como no las había visto en meses.
Se erigían tulipanes nuevos en el jardín junto al restaurante. Los patos buzo con su gracia concurrente de zambullirse al compás y reaparecer en la superficie en la misma dirección. Las aves traían fiesta propia, estaban particularmente cantarinas.
Día 5: Claroscuro
abril 21, 2020 a las 2:44 pm #12531Gabriel Schutz
SuperadministradorAlgo que me resulta especialmente interesante de tu texto es el juego de los elementos (fuego, agua, tierra aire) y sus procesos, como si tú misma te percibieras en medio de esas transformaciones elementales de las que habló Empédocles. En el primero hay agua, pero es un agua clara, permite, por lo tanto, ver claro y eso, en sí mismo, ya es iluminador (es la iluminación, según el budismo temprano). En el segundo, el agua se mezcla con el fuego, se reseca, quema (como queman las dudas, la insatisfacción), se vuelve asfixiante. El tercero no menciona de manera directa un elemento, sí un metal (sería uno de los “elementos”, o más bien, procesos elementales, en la teoría de los cinco elementos taoístas), pero la cualidad del peso, de ese peso que exige una suprema fuerza de voluntad para ser movido, suena a un exceso de tierra, a estar como enterrada por un peso, que a fin de cuentas no es otro que el de los pensamientos: pensamientos pesarosos, ¿metálicos?, que deben ser forjados, como el hierro, para ser vencidos. El cuarto pone en juego el aire, la espaciosidad, la cualidad que permite a las cosas manifestarse, y también a las criaturas propias de ese medio: las aves.
Aparte de esto, el pasaje que encuentro más sugerente (no porque lo demás no lo sea, sino porque es menos críptico que los otros para un lector externo), es el que habla, en el tercer día, sobre esa transición entre dos modos de percibir: el modo embotado, velado, y el modo, por así decir, develado (o revelado). Es interesante la consciencia que tienes sobre el modo como opera esa transición: no se debe a un movimiento externo, sino interno. El paisaje objetivo, en principio, es el mismo, pero todo se ve de otra manera. Los escritores de haikus, aquellos poemas breves de métrica 5-7-5, distinguían cuatro estados de ánimo particulares a la hora de escribir un haiku. No recuerdo bien los nombres, pero me llamó siempre la atención uno en particular, que es muy similar a lo que tú observas; describe la transición entre la melancolía propia de algo que se ha terminado y la captación de su impermanencia. Es un poco lo que sucede cuando un duelo acaba: el lamento por lo que fue se transforma en la gratitud por el simple hecho de que haya sido. Esas bisagras de la mente, esos cambios sutiles, repentinos, y sin embargo claros, enseñan mucho, especialmente si podemos recordar su posibilidad: quizá todo abismo puede convertirse en una provocación, o en un claro, un espacio de posibilidades.
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