Me siento miserable por no encontrar el “ordo amoris” de una ancestra. Sin embargo, el problema comienza desde antes: no encuentro a una ancestra o ancestro en quién mirarme. Me he preguntado demasiadas veces si esto no es en realidad un gesto de egoísmo. No solo confío en que no es así, sino en todo lo contrario: desearía que viniera a mi mente un rostro, un nombre o un recuerdo sin tener que forzarlo.
¿En falta de qué estoy?
Recién volví a hablar con mi madre, otra vez la llené de preguntas sobre la vida de abuelas, bisabuelas, tías, primas. No hay una sola historia que no haya sido trágica y con un final todavía peor. Luego de escucharla un rato llegué al punto de dudar si habría sido verdad tanta tragedia o si más bien es mi madre la que reinventa vidas trágicas enmarcadas en una semántica profundamente misógina.
Al parecer las vidas de todas las mujeres de mi familia han sido vividas devotamente hacia los hombres. A pesar de burlas, de golpes, de engaños; en fin, de violencia, en todos los sentidos. En los relatos de mi madre ninguna de ellas se prefirió a sí misma.
A. me pregunta: “¿Y si tu ‘ordo amoris’ está en una ancestra no nombrada?”
Esa posibilidad me resulta esperanzadora. Quizás alguna ancestra llamada Amalia, Felícitas o Soledad fue olvidada o fue borrada de forma voluntaria. ¿Qué habrán hecho o dejado de hacer para haber sido expulsadas de la historia familiar? ¿Será que precisamente aquello que las borró es lo que nos une?
¿Será que, como la abuela de D., alguna de mis ancestras huyó de su casa con una gallina bajo el brazo para felizmente jamás ser recordada?