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Gabriel Schutz.
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septiembre 26, 2019 a las 3:47 pm #10951
lipla
ParticipanteNació en el Distrito Federal en 1929. Según contaba, pasó sus primeros años en el barrio de San Antonio Abad, que en aquel tiempo se encontraba en las afueras de la ciudad. Elena sólo estudió la primaria pues a los 12 años tuvo que entrar a trabajar como obrera en una fábrica de sombreros. Allí conoció al que fue su esposo y a los 14 se embarazó. Cuando nació su segundo hijo, se enteró de que existía una “casa chica”; sin embargo, se quedó al lado de su marido alcohólico hasta que él murió, dejándola viuda a los 26, con cuatro hijos. En esas circunstancias, tuvo que dedicarse tiempo completo a trabajar y dejar a sus hijos al cuidado de su madre, Angelita, una mujer oriunda de un rancho de Guanajuato, que huyó a la ciudad en tiempos de la Revolución. Angelita, según cuentan las historias, era una mujer de carácter fuerte que fungió como la matriarca de la familia siempre propinando un trato privilegiado a los varones. A Elena siempre la consideró la proveedora de la familia, no sólo de la nuclear sino también de la extendida. Por esta razón, Elena pasaba en la fábrica de 10 a 12 horas diarias pues trabajaba por destajo; según la maquila que entregara diariamente, era el sueldo que percibía. En sus días de descanso, si estaba en casa, debía cumplir con las obligaciones domésticas y presenciar las continuas peleas entre sus hermanos, por lo que, en ocasiones, prefería escaparse para pasear con sus amigos del trabajo. Le encantaba caminar en los cerros, treparse a los árboles, bañarse en los ríos y de vez en cuando ir a lugares “alejados” en tren como Cuernavaca o Chalma. También disfrutaba de salir a bailar a los salones de moda con sus pretendientes. Después de algunos años, entabló una relación con un hombre, casi treinta años mayor que ella con quien tuvo tres hijos más. Poco tiempo después de que nació el menor, su pareja murió y ella quedó a cargo de la manutención de sus siete hijos y su madre.
Desde muy joven, Elena asistió con regularidad a un templo espiritualista y durante la mayor parte de su vida las prácticas que allí se realizaban constituyeron un eje importante de su vida. Según muchas personas del templo, ella tenía un don especial, la facultad de cátedra, es decir, la aptitud de transmitir la palabra de Dios. En algunas ocasiones en que la acompañé, me impactó mucho verla realizar esta labor. Se sentaba en una silla frente a todos, entraba en un estado de meditación profunda y después en una especie de trance. Entonces, comenzaba a hablar de una forma diferente de la que ella siempre hablaba y utilizando palabras rebuscadas transmitía “el mensaje divino”. A mí me asustaba un poco y prefería no pensar demasiado en ello.
Definir su ordoamoris fue una tarea compleja pues hasta cierto punto me parece que su vida estuvo enfocada en sobrevivir a un ámbito sumamente hostil. Su amor por Dios y sus prácticas religiosas quizás eran más bien un intento de fuga y de preservar el único espacio en el que gozaba de cierto prestigio. El amor desmedido por su madre y la disposición un tanto masoquista de soportar a una pareja que la engañó, tal vez consecuencia de los mismos preceptos religiosos que seguía. El amor por sus hijos, aunque algunos de ellos lo ponen en duda, me parece que lo demostró trabajando para proveerles de oportunidades que ella no tuvo. Y en sus últimos años, el amor por sus nietos con quienes pudo compartirse ella misma, desde apapachos hasta deliciosos platillos que preparaba con empeño cuando la visitábamos. Sus resentimientos, quizás innumerables frente a ese mundo hostil que la rodeó y que arrastró hasta el final de sus días. Sus odios, hacia aquellos que abusaron de ella y lastimaron a su familia; sin embargo, su odio más profundo, me atrevería a decir que fue hacia ella misma, cuando se dio cuenta que mucho de lo que vivió fue producto de sus propias decisiones. Odiaba el encierro, la pasividad, la impotencia y las mentiras que escuchaba y de las que ya no podía huir pues al final, sin salud, ni fuerzas ni dinero tuvo que depender completamente de los demás. Y fue entonces, cuando me dio muchos de los consejos que, de alguna forma guían mi vida ahora. Desde los más cotidianos como un: “Nunca olvides ponerte crema.” Hasta los más espirituales, como el prevenirme de que no tenía que pertenecer ir a una iglesia o a un templo para tener presente a Dios en mi vida.
Para mí, Elena siempre fue un ejemplo de fortaleza y confianza. Alguna vez le dije que ella era como el tronco fuerte de un árbol del cual crecieron muchas ramas que nutrió con sus aciertos y sus tropiezos. Algunas se han caído, culpando al tronco de no sostenerlas y otras muchas siguen floreciendo, nutriéndose de su savia.
septiembre 26, 2019 a las 5:34 pm #10952Gabriel Schutz
SuperadministradorQué gran personaje Elena. Posiblemente es una proyección mía (una especie de deformación ideológica), pero la semblanza que has hecho la retrata, en cierto modo, como a una estoica. Quizá el estoico (o la estoica) no se darían tanto a situaciones de sufrimiento, cuidarían un poco más su paz interior, pero esa especie de constancia callada, laboriosa, ese ser tronco de manera un poco anónima, sin duda habla de una profunda espiritualidad, que su actividad en la iglesia eventualmente confirma. Es genial que alguien que gozó de cierto prestigio en una iglesia pueda decirle a su nieta que no hacen falta las instituciones de ningún tipo para estar cerca de Dios. Se deja ver que fue una mujer muy sabia, aun en su sufrimiento, y de una fortaleza gigantesca, que sólo la vejez pudo minar.
Me gustó mucho el retrato que hiciste. Hay una enorme cantidad de mujeres así en México (quizá en el mundo, pero aquí, por lo bajo, por debajo del machismo y la violencia, sigue siendo, a su modo, un matriarcado). Me gusta la progresión que hay desde el primer párrafo, que da la información más dura, los datos grandes, digamos, a las fisuras en esa vida tan constreñida por necesidades y obligaciones (fisuras por donde entra la luz, diría Leonard Cohen). Y finalmente, me gusta cómo el texto desemboca en ti, con mucha delicadeza. No dices desde el principio, “Mi abuela, Elena… “, sino que dejas eso un poco en suspenso para integrarte de un modo natural, orgánico, se diría. Siempre hay belleza en esos cambios de persona, de una tercera a la inclusión del narrador/a en primera. Incluso esa inclusión es gradual: primero, cuando la acompañabas a la iglesia, después, la mención de los nietos y la primera persona, “cuando la visitábamos”, deslizada con mucha sutileza, y por último, la impronta, la fuerte impronta, de una mujer del mundo, fuertemente insertada en las cosas del mundo, sin por ello olvidar lo sagrado, y sin que lo sagrado ocluyera la importancia, claro, de ponerse crema.
Muchas gracias por el texto, Lili. El propósito de este ejercicio es comprenderse un poquito más a partir de la comprensión (posibilitada por el flujo de la escritura) de un ancestro. Espero que te haya sido provechoso.
septiembre 26, 2019 a las 6:30 pm #10953lipla
ParticipanteGracias a ti Gabriel, fue un ejercicio muy interesante para mi porque a pesar de que creía conocer muy bien a mi abuela, el definir su ordoamoris, no me fue tan sencillo. Entonces, me di que cuenta que, quizás si tuviera que escribir al respecto del mío, tampoco me sería tan transparente. Supongo que habría que intentarlo.
Abrazoseptiembre 27, 2019 a las 3:46 pm #10954Gabriel Schutz
SuperadministradorQué bueno, Lili, me alegra que el ejercicio te haya resultado interesante. Y es verdad, el ordo amoris propio está en general muy lejos de ser transparente. Y cambia con los años. A lo mejor, el ejercicio que sigue, sobre las estaciones de la vida, te permite ver sinópticamente algunos de esos cambios. Me quedo con las ganas de una descripción física de tu abuela.
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