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    Gustavo HernándezGustavo Hernández
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    Primavera

    Fue una primavera que no inició calurosa, sino de un gris pizarra y con lluvia, puesto que mis padres se separaron en cuanto yo nací. Mi madre me ocultó de mi padre durante cinco años y medio. Hasta entonces lo conocí. Mi padre se dio cuenta de la gravedad de mi realidad, pues yo tenía los dientes muy pequeños; no comía bien y dormía con mi abuela materna, mi madre y otro niño, hijo de ella con algún otro hombre.
    Mi padre me separó de ella una mañana. Solía ir por mí para llevarme a la escuela, y aquella mañana no me llevó. Sin embargo, estoy agradecido por el pequeño «secuestro», ya que sin este movimiento no creo que habríamos llegado al otoño: mi madre me maltrataba y me gritaba todos los días, me hacía sentir como un paria, como si no fuera su hijo, sino como alguien que había llegado a invadir y destrozar su vida.
    Luego viví con mis abuelos paternos porque el padre de mi padre se encariñó conmigo, y yo con él y con mi abuela. Después de todo no encajaba en el núcleo familiar de mi padre: ya tenía una esposa y un hijo recién nacido, de modo que ya no le agradaba a ella, ni a mí me agradaban los dos. Desde que tengo uso de razón tenía una amiga imaginaria que me aconsejaba y platicaba mentalmente conmigo. Tal vez se deba a la ausencia de la figura materna; en el verano de esta comprendería esta voz femenina como mi hegemonikón.
    Casi siempre fui el niño solitario. Desde luego que solía jugar con amigos, pero prefería estar solo, sobre todo cuando implicaba trabajar con ellos, pues los profesores solían pedir trabajos en equipo para desarrollar la cooperación, naturalmente; no obstante, unos compañeros perezosos o irresponsables no me facilitaba en ganar una calificación alta. Ni siquiera era mi deseo, sino el de mi abuelo a quien un 8 le parecía mediocre, y ni hablar de un siete: a su juicio, esto era propio de un idiota congénito.
    Atravesé la secundaria y la preparatoria, siendo ya el apogeo en mi primavera con un sol radiante. Fue una trepidante época de cambios de todo tipo, de cuerpo, de voz, de emociones; de escuelas, de amigos, de novias; de aprendizajes, de libros, de música.
    La primavera fue vigor.

    Verano

    El verano trajo consigo cambios medulares, pues no sólo cuestione el núcleo familiar, sino que negué necesitarlo, y todo por un tipo bastante ocurrente llamado Diógenes. Él y Antístenes me liberaron de muchas valoraciones y creencias espurias. Sin embargo, a quien conocí antes de ellos fue a Epicteto.
    Me gustaría decir que una sola leída del Enquiridión me cambió la vida, mas no fue así. Me parece que más bien fui obstinado al querer encontrarle sentido a sus enseñanzas, encontrándolo desafiante. luego fui enterándome de otros estoicos y otras escuelas de las que fui aprendiendo algo. Quizá no fue obstinado, sino perseverante.
    Hacia la mitad del verano me despojé suficientes cosas y personas que no me decían nada. Aprendí que las listas se hacen con lápiz porque el tiempo me hace utilizar la goma.

    Otoño

    En esta etapa de la vida empecé a vivir de manera mucho más sensata, adquiriendo tal maestría de mí mismo que muchas de las valoraciones y creencias sociales o por crianza habían desaparecido, sin embargo había sombras que permanecían conmigo. Me consolidé, finalmente, como una persona solitaria que vive bien consigo misma. Nunca le tuve miedo a la soledad, todo lo contrario, me atraía desde desde que era un niño, y durante toda la vida me enseñé a ser un buen amigo para mí mismo.

    Invierno

    El invierno es fragilidad y desnudez. Es cierto que mi cuerpo se volvió frágil, pero mi alma estaba robustecida hasta tal punto que la fragilidad del cuerpo no me hacía sentirme vulnerable. Por otro lado, el invierno me desnudó completamente de todo cuanto no necesitaba, igual que un árbol al que despoja de sus hojas y sus frutos, me tocó emprender el camino de vuelta hacia el origen, hacia la semilla que me dio vida: me hice Uno con el Cosmos.
    Me fui agradecido por lo que comprendí y aprendí, sin hacer reproches. Abrí una de las tantas puertas cuando escuché el llamado. No me fui como si fuera dueño, sino como alguien a quien tan solo le permitieron participar en la obra de teatro, y cuyo papel ya había terminado.
    Una vez cumplido mi papel, el telón bajó y lo oscureció todo.
    Ya no escuché los aplausos.

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