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Gabriel Schutz.
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agosto 30, 2021 a las 2:10 pm #15473
Marcela Acle
ParticipanteCuenta la leyenda familiar que, cuando nací, la enfermera que me llevaba en brazos me mostró a mi abuela paterna, Emilia, y le comentó sobre nuestro gran parecido y que ella sonrió con orgullo.
Tal vez, por esta razón, pensé en mi abuela para este ejercicio de ordo amoris.
Ella nació en el Líbano a fines del siglo XIX (1895 + o -) y vivía en un pequeño pueblo cerca de la montaña. Por alguna razón que ignoro, sus padres se pelearon y mi bisabuela “agarró sus triques” y se vino a México dejando a sus hijos. Tuvo tres y la más pequeña era Emilia de dos años escasos. Mi bisabuelo murió diez años después, así que cuando Emilia cumplía apenas los doce, junto con su hermano, fue enviada a México con su madre. Su otra hermana se quedó en Líbano, pero nunca supo más de ella.
Para cuando llegó, la bisabuela ya le había arreglado el matrimonio, aunque tuvieron que esperar a que la niña reglara para poderlo realizar. La casaron con otro joven de 15 o 16 años, mi abuelo. En 1911 nació su primera hija y en 1912 mi padre. Así pues, a los 15 años se había convertido en madre en un país extraño en plena revolución y con un idioma incomprensible.
Aunque no la conocí de joven, pienso que esa experiencia fue traumática para ella. Su hermano se fue a vivir a Puebla y se veían poco. Yo lo habré visto solo un par de veces. Ya anciana (y con algo de demencia) de lo único que hablaba era de su infancia en el pueblito de Líbano (que, por supuesto, fui a conocer); podía cantar completa la canción de “Allouette” que aprendió de memoria gracias a unas monjas francesas (en una escuela de fachada blanca que todavía existe) y también repetía insistentemente que sólo había pagado medio boleto en el barco que la trajo a México.
Yo la recuerdo seria y silenciosa, de pocas palabras. Como que rumiaba sus penas, tal vez. Su vida fue difícil. Aunque mi abuelo fue buena onda (creo), la pareja no pudo integrar una familia amorosa, sino todo lo contario. Mucho odio, rencor, resquemores. La hija menor (una mujer liberada para la época, ahora lo entiendo así) les causó varios quebraderos de cabeza y les hizo pasar vergüenzas con la comunidad paisana muy cerrada en aquellos tiempos (y todavía). Se alejaron de los paisanos y se aislaron.
Sin embargo, mi mamá contaba que mi abuela era supersolidaria y que siempre andaba visitando enfermos y a cuanta gente necesitara de su ayuda. También que era muy guapa. Rubia y de ojos azules, seguro ha de haber llamado la atención. Le encantaban los desfiles y los actos públicos que hacían los presidentes en aquel entonces. En esa época se usaba que cuando un presidente regresaba de viaje, la multitud lo recibía en las calles con confeti y toda la cosa. Un día se acercó a Díaz Ordaz y lo saludó de mano, pensando que era el vecino de mi papá.
Como siempre vivió en el centro nunca faltaba a la fiesta del grito ni al desfile militar. Finalmente, a su manera, se integró el país. Por cierto, le gustaba el chile y se lo agregaba al tabule. Cocinaba muy rico.
La historia de Emilia, de su llegada a México, siempre me ha fascinado. Acabo de terminar una primera versión de novela en la que trato de arreglarle la vida y hacerla un poco más feliz, aunque sea en el papel. Definitivamente, ha sido una persona que he tenido en la mente desde hace tiempo.
Además del físico, pienso que nos parecemos, aunque no podría definir bien en qué. Tal vez en esos gratos recuerdos de la infancia que yo también añoro, quizá en ese espíritu solidario que también me caracteriza, en la manera de mantener en silencio el sufrimiento interno, en el modo de atrincherarse para no salir lastimado.
Cuando mi padre murió, en la primera y penúltima reunión que sostuvimos los hermanos nos rifamos una moneda de 20 dólares que mi abuela había traído consigo de Líbano. Yo nunca he obtenido nada en sorteos ni nada por el estilo, pero ese día me gané la moneda y me dije que mi abuela había influido en mi suerte. Yo no la vendería al mejor postor, como era el plan de una hermana que a fuerzas se quería quedar con ella porque ya la había cotizado.
Hoy, guardo esa moneda con cariño como si trajera pegado el ADN de mi abuela. También me gusta imaginar a esa niña en la proa del barco con la moneda aferrada en la mano, mirando entre lágrimas el océano inmenso que la alejaba de su país, de sus querencias, y la conducía a un futuro amenazante e incierto.
Como muchos inmigrantes de principios de siglo, mis abuelos nunca regresaron a Líbano.septiembre 3, 2021 a las 11:09 am #15475Gabriel Schutz
SuperadministradorQué linda historia. Me quedo con ganas de saber más de tu abuela. ¿Su nombre original era Emilia o tenía un nombre árabe? ¿Qué otras costumbres traía del Líbano? Es interesante cómo algunos ancestros se nos quedan, como dices en relación a la moneda, pegados en el ADN de un modo peculiar. A mí me pasó con mi abuelo materno, un hombre sumamente amargo, con una historia trágica a cuestas, y con el que no tuve una relación tan estrecha en vida, pero que, una vez muerto, me ha acompañado de una manera inexplicablemente cercana. Tengo la impresión de que, lo mismo que tú con tu novela, me toca a mí reivindicarlo en cierto modo, convertir quizá sus amarguras en horizontes más luminosos. En fin, Mat, que he disfrutado de leer sobre tu abuela y sobre ti.
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