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  • #15922
    Jorge Meléndez
    Participante

    No recuerdo si fue a los catorce o quince que me volví consciente de que cualquier persona con la cual interactuara vivía en su propio universo. Quizás porque desde pequeño platico conmigo mismo mientras soy, no tenía presente que todos pasan por toda clase de circunstancias. Sin embargo, recuerdo que en medio de una situación adversa me pregunté de forma egoísta la razón por la que me pasaban a mí esa clase de sinsabores. Luego noté que, al momento de interactuar con otros, cambiaba de máscara y simplemente ejecutaba mi actuación. En aquella crisis, justo antes de colocar una sonrisa en mi rostro y abrir de manera exclamativa los párpados, comprendí que muchos estamos habituados a seguir adelante en nuestro ámbito social, haciendo a un lado el personal sin importar si nos encontramos en un punto de desequilibrio. Como si se hubiera encendido la luz en una habitación en la que nunca había entrado, me encontré con un lugar que no tenía fin aparente y que estaba repleto de cosas que con esa nueva iluminación parecía no conocer realmente.
    Siguiendo este hilo descubridor, empaticé con los demás y sentí que el mundo sería definitivamente un mejor lugar si fuéramos conscientes de lo que los demás viven: perdonaríamos con mayor facilidad o, mejor todavía, no nos veríamos perjudicados por acciones de terceros y por lo mismo no habría daño por reparar. Sin embargo, conforme seguí explorando aquella estancia, algunos objetos (verdades) se revelaron con crudeza. Las personas juzgamos, emitiendo una opinión basada en lo poco que podemos ver, y cuando la acción recae en nosotros, esperamos ser enjuiciados con el panorama completo. Un día somos jueces; al siguiente, culpables o víctimas; luego, abogados; a veces, jurados, y en otras ocasiones, espectadores.
    De un momento a otro, pasé de un mundo de ensueño, en el que el entendimiento y amor regían, a un sitio frío en el que los intereses propios eran lo único importante. Seguí dentro del cuarto, pero ya no disfruté la exploración, pues cada que una cosa bella se ponía entre mis manos, sólo era capaz de distinguir sus defectos. ¿Por qué existía un mundo con tanto desequilibrio, existiendo la empatía? ¿Por qué una persona racional tomaría la decisión de perjudicar a otra? ¿Cuál era el motivo que inspiraba a los otros a sentirse más importantes o superiores que sus iguales?
    Abandoné el sitio, pues sentí aversión por aquellas personas que cruzaban los límites de lo que en esos tiempos entendía por ética. Ante mi forma de pensar o ante el compañero con quien aún hablo, las etiqueté de imbéciles. Permití que la molestia y decepción me gobernaran. Durante tanto tiempo fingí que ese espacio no existía que la puerta poco a poco se perdió. Conforme he avanzado en este curso, encontré el camino para regresar a esa habitación y traigo conmigo lentes y guantes que me ayudan a ver y sentir desde una perspectiva más amplia. Ya no hay jueces, acusados, víctimas, defensores, notarios, ni espectadores porque las faltas dejaron de serlo en el momento en el que entendí que la empatía guía a la compasión y en ella está el antídoto para hacer un mundo equilibrado. La vida nos puede colocar en las situaciones más complejas y nuestra formación determina cómo saldremos de ellas. La realidad es que no todos contamos con las mismas facilidades, herramientas o educación, pero todos podemos desarrollar esa fuerza capaz de unirnos que quizás pueda llamarse amor.

    Muchas gracias, Gabriel, por el curso y la guía.

    #15931
    Gabriel Schutz
    Superadministrador

    Me alegra mucho leer esto y, de alguna manera, aunque con matices quizá distintos, tengo la impresión de que el itinerario que has recorrido puede reconocerse en muchas personas: de la ingenua ternura a la dureza y de allí, otra vez a la ternura, pero ya no ingenua. Tal vez, en efecto, en esos consista el camino del amor. Me alegra que estés enrutado en esa dirección.

    Perdón por haber demorado en leer y responder, pero tú bien sabes que he estado ocupado estos días.

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