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    Hace ya dieciséis años murió mi papá. Se llamaba Antonio. Nació en Guaymas, Sonora en 1928. Era alto, delgado y muy miope. Cuenta la historia familiar que, a raíz de la depresión de 1929, mi abuelo perdió su trabajo y por esa razón se vinieron a vivir a ciudad de México. Este hecho marcó profundamente a mi padre ya que, siendo el mayor de los hermanos, tuvo que empezar a trabajar desde muy chico para ayudar al sustento familiar. Fue a escuelas públicas. Estudió contabilidad (en aquel entonces se llamaba teneduría de libros) y luego Economía en la UNAM. Siempre creyó en el estudio y el trabajo como las herramientas básicas para progresar en la vida.
    Gran lector de temas históricos, políticos y económicos amaba la música, sobre todo la clásica. Ya de grande, se entusiasmó por el jazz, el fado portugués y le encantaba la música de Santana. Que recuerde nunca practicó ningún deporte, pero le gustaba ir a los toros, con un amigo que lo invitaba, ver las peleas de box y los partidos de beisbol, sobre todo, cuando jugaban los Dodgers y el pitcher era Fernando Valenzuela, un sonorense como él.
    En algún sentido mi papá fue un hombre que se adelantó a su época. Después de que yo naciera, y debido a la salud de mi mamá, el doctor les recomendó ya no tener más hijos. Sin dudarlo, a principios de los 60, mi papá se hizo la vasectomía cuando tenía 32 años.
    Fue un hombre muy generoso. Construyó un patrimonio considerable con lo que pudo mantener a sus padres, ayudar a sus hermanos. A mi mamá le hizo la “casa de sus sueños”. A cada uno de sus tres hijos nos regaló un departamento.
    No lo recuerdo participando en las labores de la casa. No sabía cocinar y un día me sorprendí al darme cuenta de que no sabía donde se guardaban los vasos. Años después y cuando nos quedábamos sin ayuda doméstica, él nos ayudaba secando los cubiertos.
    Tampoco lo recuerdo jugando con nosotros cuando éramos niños. Pasaba horas enteras en su biblioteca leyendo y escuchando música, aunque si llegabas a saludarlo sí interrumpía su lectura y empezaba la plática. Con él podía platicar de casi cualquier tema; él me confirmó que mi abuelo materno tenía una amante. Sin embargo, hablar con su hija de problemas sentimentales no fue su fuerte.
    Vivíamos una vida muy tradicional: él como proveedor, mi mamá haciéndose cargo de la casa. Sin embargo, a mi hermana y a mi siempre nos alentó a estudiar y a ser independientes. “No quiero que dependan de una macho mexicano” -nos decía-.
    Era ateo por convicción, pero acompañaba a mi mamá a misa siempre que ella se lo pedía.
    Fue un hombre muy austero en su persona. Tenía poca ropa, pero de muy buena calidad. Durante muchos años, y ya siendo gerente general de una fábrica de más de 100 empleados, manejaba todas las semanas a Tlaxcala en su Volkswagen azul, a pesar de que teníamos chofer.
    La comida no formó parte de sus pasiones. Comía poco. Era muy melindroso: no comía pollo, ni vísceras de ninguna clase. Si mi mamá preparaba un platillo nuevo y a él no le gustaba decía: “no se salgan de la rutina”. Creo que los postres era lo que más le gustaba. Y el vino tinto también.
    Tenía frases muy simpáticas que no se las he escuchado decir a nadie más: “Algún día el gato comerá sandía” o esta otra: “O dioses del Olimpo, para cuando dejáis vuestra furia”. También nos repetía los versos de Manrique: “Que se ficieron (así con “f”) los infantes de Aragón, que se fizo tanto honor y tanta gloria…”
    El declive de mi padre empezó cuando le dio su primer infarto. Dejó de fumar sus dos cajetillas diarias. Se volvió depresivo. Tomó terapias psicológicas. Su humor se hizo cambiante. Las distintas devaluaciones, la guerra de precios entre los competidores, las auditorías fiscales, el 9/11 americano hicieron que su situación económica decayera considerablemente. Sobrevivió a un segundo infarto. Luego vinieron las ventas de las casas: la de San Ángel, y la de Cuernavaca, el cierre de la fábrica, el desempleo, su vista cada más deteriorada. Y lo que nunca había presenciado en mi vida, los pleitos entre mis padres comenzaron. Se volvió irascible.
    Una tarde después de comer, tuvo un vahído. Y como si presintiera que algo estaba por ocurrir, le pidió perdón a mi mamá, le dijo que siempre la había amado, y murió. Dejó su copa de vino a medio tomar.

    Recuerdo a mi padre como un hombre generoso, que me enseñó el valor del estudio y del trabajo, que no se dejó deslumbrar por el éxito económico, que estuvo enamorado de su esposa desde el día que la conoció en la Avenida Nuevo León en 1954, que amó profundamente a México y despotricó de todos los políticos como sólo él sabía hacerlo.
    Lo recuerdo en su casa en Cuernavaca disfrutando de su vodka tonic y platicando con nosotros. Aunque él no conoció la casa donde vivo actualmente, algunas noches cuando voy a cerrar la puerta que da al jardín siento su presencia. Y le digo: “Que se ficieron los infantes de Aragón, que si fizo tanto honor y tanta gloria”. Gracias, papá.

    #14102
    Gabriel Schutz
    Superadministrador

    Qué hermoso texto, Pilar, me emocionó leerlo. En breves trazos, logras dar un cuadro extraordinariamente preciso de quién fue tu papá, qué lo movió, cuál era su ordo amoris. El texto tiene además mucho color, con esas expresiones peculiares, esos detalles que le dan singularidad a las personas. También es impactante cómo logras, en tan pocas líneas, describir un arco dramático completo, desde la gestación de un carácter, la etapa de la prosperidad y luego el declive de la salud y la economía. Creo que también éste es un homenaje que has hecho, animada quizá por una vocación de ecuanimidad, y esa misma ecuanimidad empapa estas líneas, al poder pintar a tu papá tanto en sus aspectos más virtuosos como en sus fallas y defectos. Eso lo humaniza y lo vuelve más entrañable. Te felicito por el texto y por lo que hay detrás de él.

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