Detenerse, ¿para qué? Creo que ésta es la pregunta que asoma a lo largo de los textos, por lo tanto, a lo largo de los días. Aparece de inmediato la constatación de un no-detenerse, ni siquiera en sueños, y quizá el deseo de hacerlo, al menos en el pasaje donde se habla de no enzarzarse en una lucha interna para comprender los motivos de una eventual búsqueda: ahí decides, si no detenerte por completo, al menor dormir.
¿Qué hay en el fondo de esa actividad incesante? Caminar y caminar, siempre corriendo: ¿hacia dónde? ¿En pos de qué? ¿O es un huir? Y si es el caso, ¿huir de qué? Son preguntas fundamentales.
En algunas tradiciones antiguas, detenerse tiene el papel de poder mirar claro: detenerse y (para) contemplar. Séneca el estoico dice en algún lugar que no se puede ver claro en medio de la tormenta (se refiere a la tormenta del “alma”, a la tempestad interior) y exhorta a un aquietamiento, un retiro apacible hacia uno mismo. En el budismo, el sistema tradicional de meditación abarca justamente estas dos palabras: samatta y vipassana, detenerse y contemplar. Contemplar, aquí, tiene el sentido de poder ver con claridad la naturaleza última de lo real, bajo la idea de que sólo así es posible encontrar la paz y el gozo. Esto implica, al mismo tiempo, que, toda vez que no hay claridad, toda vez que vemos las cosas borrosas, con proyecciones, fantasías, ilusiones, etcétera, hay malestar. ¿Pero se puede ver claro sin detenerse?